Participantes

sábado, 31 de marzo de 2012

AYER Y HOY

FOTOGRAFIAS COMPARATIVAS TRAS 57 AÑOS



En el mismo lugar que posamos en 1955 pero ya sin barandilla ni árbol.
Solo faltaron en la foto Mariano López y Emilio Porras





RICARDO FUENTES Y CARMEN











TOTO FUENTES Y PILAR











MANOLO BENITEZ Y CONCHA









ANTONIO LUIS POZUELO Y
 RITA









EMILIO PORRAS Y Mª JESÚS










JOSE FRANCISCO ORTEGA Y Mª DOLORES










MANOLO RODRIGUEZ-CARRETERO Y 
MAYTE







MARIANO LÓPEZ BUJALANCE Y CARI











VICENTE AGER Y MARICRUZ




FEDERICO PORRAS Y Mª TERESA 





MANOLO CACHINERO Y MARITINA





JUAN DE LA CRUZ AGER Y CONCHI




MARY HERRERO CANTARERO


Mª JOSÉ POZUELO GÓMEZ


Mª ANGELES POZUELO GÓMEZ (Chiqui)



ANTONIO SÁNCHEZ NOTARIO Y PILI





LUIS RIVAS GÓMEZ Y CARMEN ROSA









14 comentarios:

Chiqui dijo...

El paso de los años no ha borrado los rasgos característicos de cada uno.

Animo a todos a comentar cómo perciben el cambio.telacenn accesti

Anónimo dijo...

"La vida es un charco de agua". Frase de una niña de seis años oída por su madre. Difícil de creer pero cierto. A la vuelta del Encuentro, por el Charco de Montoro entre otros sitios, nos esperaba esa última ocurrencia de una nieta; qué más de quién sea: lo abuelo abunda. Quizá sólo estaba en la bañera jugando con el agua. Pero eso no le quitaría mucho al disparo acertado de la frase, que ahí queda. ¿Pueden esas siete palabras tener algo que ver con esta entrada de las diamelas? "Telacenn accesti" Pues puede que sí. Como las dos palabras caóticas que con cierta dificultad los abuelos, tenemos que escribir para demostrar que no somos "robotes". Alguna vez al juntarse pueden por casualidad decir mucho.

Manuel dijo...

Ayer "con un macetón de diamelas". La Guerra según MIGUEL ROMERO ESTEO:

“(…) Y el primer día de la guerra van y se nos meten en la casa unos hombres con fusiles y se lían a disparar desde un balcón. Y entonces nos vamos todos a la cuadra, y allí a la vera del rucho abuela Ana se pone a rezar rosarios como una dolorosa. Luego, de noche, cuando ya los aviones se nos venían encima, en la torre de la iglesia se liaban como locos a voltear las campanas. Nosotros nos metíamos rápidamente debajo de las camas porque nos habían dicho que la metralla se quedaba enredada entre las lanas y las borras del colchón. Pero mi hermano el mayor se quedaba roncando en mitad de la cama tranquilamente porque tenía el sueño de plomo, y no lo despertaban ni las bombas. Con lo cual mi abuela Ana decía que era un impío temerario que desafiaba las iras de los cielos. Al santo cristo mi abuela Ana le tenía encendidas día y noche unas lamparillas de aceite, y le imploraba de todo corazón a gritos que por lo menos hiciera el milagro de que no nos cayera una bomba en mitad de la cabeza. Decía la gente que los aviones eran de los fascistas. Y los fascistas eran unos tipos que lo que más querían era tomar aguardiente porque lo que querían tomar era chinchón. Y es lo que la gente cantaba con aquello de que en el frente del Jarama está el tercer batallón luchando con los fascistas que quieren tomar chinchón. En casa había una botella de chinchón que había traído mi padre cuando vino para la Navidad. Luego resultó que lo que se querían tomar era un pueblo grande que se llamaba Chinchón.

Por lo visto, a nuestro pueblo también lo querían tomar. Y es que lo tenían los republicanos. Y como la mayor parte de los hombres del pueblo llevaban ya muchos años en paro, y sus familias pasaban hambre y calamidad porque los ricachos no querían darles trabajo, entonces los hombres del pueblo metieron a los ricachos en la cárcel y les saquearon las casas. Y saquearon también el convento de las monjas y el convento de los frailes. Mi tía la monja se había venido a vivir con nosotros y se había traído del convento una jaula con muchos canarios, y un macetón de diamelas. Mi hermano el mayor se dio una vuelta por el convento saqueado, y se trajo a casa un cacho espeso de madera que pesaba muchos kilos, y que era un pie del Padre Jesús Nazareno. Y es que el Padre Jesús Nazareno era una imagen gigante que medía más de tres metros de alta. Y así las cosas había que comer a media mañana, y cenar a media tarde. Porque los aviones venían ya diariamente a las horas de las comidas a bombardearnos, y por la medianoche como antes. Así que había que comer a media mañana, y cenar a media tarde. Una mañana muy temprano, al amanecer, mi madre y yo estamos arriba en la azotea del palomar, y mi madre echándole afrecho a los palomos, y de repente oigo yo un silbido gordísimo que se nos venía encima por mitad del aire, y una casa que va y revienta por allí al lado, y era un avión que nos había soltado una bomba encima de la cabeza. Y es que no habían volteado las campanas, y como ésa no era hora de venir a bombardear, pensábamos que era de los nuestros, y eran los otros. Y es que ya los aviones comenzaban la cosa de venir a cualquier hora del día, y no ganábamos para sustos. Y todo el santo día era el jubileo de que venga voltear las campanas y explotar zambombazos. La cosa era como una gran fiesta bárbara, y todos los días pasaban cosas como en los carnavales. A mí todo aquello me gustaba mucho más que todo el día pasármelo aburrido en los párvulos de las monjas. Mi hermana la menor me agarraba de la mano y nos escapábamos a ver las ruinas de las bombas, y las casas ya saqueadas de los ricachos, y allí cogíamos cristales de lámparas que los mirabas al trasluz y veías un arcoiris. Y luego ya es diciembre, y ya el frente de los soldados anda cerca de la estación, al otro lado del pueblo”. [CONTINUARÁ. Si se puede.]

Manuel dijo...

“[…] Y luego ya es diciembre, y ya el frente de los soldados anda cerca de la estación, al otro lado del pueblo. Y en cualquier momento van y del cielo nos llueven obuses sin avisar. Y la víspera de la Navidad vienen unos milicianos que van de casa en casa, y avisan que hay orden militar de tener que evacuar todo el pueblo, y que al que se quede los militares van y lo fusilan. Así que entre hipos y lágrimas, todas las mujeres de la casa van liando en mantas y colchas un buen montón de bártulos. Y en mitad de la noche de la Nochebuena salimos del pueblo, y nos vamos todos andando camino de la sierra, incluídas abuela Ana y Chacha Teresa que ya eran dos ancianas. Y por veredas y trochas llegamos al lagar de los primos, y allí no pegamos ojo entre los zambombazos que nos llegan del pueblo. Luego, al día siguiente, seguimos andando carretera adelante. De pronto asoman unos aviones, y hay que tirarse a la cuneta con los bultos porque los aviones venían ametrallando como demonios a todo el río de gentes evacuadas que íbamos subiendo por la carretera. Así que vuelta otra vez a caminar por veredas y trochas. Vestida de paisana, la tía monja iba santamente afligida porque a mi hermano el mayor le había endosado un bulto que mucho pesaba. Y harto del mucho peso mi hermano había tirado el bulto en mitad de un barranco, y mi tía iba loca de dolor porque lo que había liado en el tal bulto era el cacho de madera gorda que había sido un pie del Padre Jesús Nazareno.

En mitad de la sierra dormimos en el camarachón de otro lagar. Del techo del camarachón había colgando cántaras de hierro de las que se utilizaban para guardar el aceite de oliva. Y mientras liados en las mantas estábamos dormidos en mitad del suelo del camarachón, a mi madre se le cayó encima una cántara de hierro, y del descalabro en mitad de la cabeza le manaba la sangre a caños. Mi madre se quedó como alucinada, y con la cabeza liada en vendajes se pasó toda la noche a gritos pidiéndole a Dios misericordia. Luego, al otro día, al tirar por la mitad de una trocha fuimos a parar a una dehesa de toros bravos. Y como algunos de los bultos iban liados en mantas colorás los toros se arrancaron a embestirnos. De puro milagro escapamos de las cornás a base de meternos rápido entre las jaras. Total, que andando andando, ya nos habíamos atravesado la sierra y estábamos en Fuencaliente. Y allí tuvimos suerte porque un camión de transportar ganado nos recogió, y nos llevó a Puertollano a la caída de la tarde. Y en Puertollano, en mitad de una noche con mucho hielo, cogimos un tren de mercancías que nos llevó hasta Ciudad Real. Así que ya estábamos sanos y salvos en mitad de La Mancha.

Al principio en Ciudad Real la cosa era como una pesadilla. Vivíamos del rancho que se le daba a los refugiados. Y con muchas otras gentes evacuadas de la Extremadura, dormíamos todos en el suelo, en un caserón destartalado y frío que había sido convento de monjas. Luego ya nos dieron una habitación en una casa que había sido cuartel de la guardia civil, a las afueras de Ciudad Real. Y la mayor parte del día nos la pasábamos espulgándonos la cabeza unos a otros porque en el convento de los refugiados habíamos agarrado eso de los piojos y las liendres, cosa que a mi abuela la sumía en un mar de lágrimas. Luego ya mi hermano el menor se colocó a vender hojaldres calientes por las calles, y los iba voceando, y con sus quince años de edad nos ganaba la vida a todos. […]”

[Miguelito Romero de romería en mitad de la sierra. Del Encuentro de Montoro regresamos con un cuaderno escolar titulado “Historia de la Guerra”. Mi tía Ana García León, a su hija menor, Librada Serrano García, con los papeles que pudo encontrar dictó hace medio siglo sobre ese cuaderno sus recuerdos de guerra. Navidades de 1936. De la no muy divertida romería de Romeros, Garcías y otros muchos montoreños por la Sierra Morena roja. Calamidades y comicidades parecidas coinciden en los muy sabrosos relatos de Ana y Miguel. Garcías, a Villanueva de Córdoba y Linares; Romeros, a Ciudad Real...].

Manuel dijo...

Los Romeros en Ciudad Real:

“[…] Luego ya mi hermano el menor se colocó a vender hojaldres calientes por las calles, y los iba voceando, y con sus quince años de edad nos ganaba la vida a todos. A continuación, descontando el tiempo justo para dormir y comer, mis primas y mis hermanas y mi madre se pasaban todo el santo día y gran parte de la noche en la faena de andar confeccionando camisas y pantalones, trabajando de costureras a destajo para la intendencia militar, con lo cual ya entraban unos ingresos módicos. Módicos porque pagaban muy mal. Y allí voy un día a ver una zarzuela de aficionados en la que mi hermano Paco era el barítono, y mi hermana la mayor salía cantando en un coro de aldeanas. Luego, en otra función, mi hermana salía de doncella y le decía no sé qué a una marquesa de ringorrango. Éste era el primer teatro con mucho aparato de tramoya y luces que yo veía. De repente, con sus diecisiete años, a mi hermano el mayor lo visten de soldado y se lo llevan al frente del Jarama. Y con sus quince años, a mi hermano Antonio también lo visten de soldado, y se lo llevan de cartero al frente de Talavera. Del frente mis hermanos envían el sueldo prácticamente íntegro. Mi hermana la mayor se coloca de mecanógrafa en no sé qué organismo de socorro. Y vivimos en una especie de medio piso requisado, o algo así. Y en el piso tenemos una gallina moñuda que anda de acá para allá, y en un cajón de paja va todos los días y pone un huevo, y es una bendición. Y unos días yo me como el huevo, y otros días se lo come la abuela Ana. Y nos vamos comiendo el huevo por turno. Y así hasta el final de la guerra. Mi madre decía que la gallina nos había salvado, y le tenía un amor loco.

Y es que el huevo era el único alimento fuerte. Lo demás no eran más que acelgas y lechugas y paraguayas. Había largas colas para comprar patatas. Y mi hermana la menor me ponía con un bolso al principio de la cola, y decía que yo era un huerfanito, y así nos colábamos en las patatas y en la cola. Luego, por la tarde, me cogía de la mano y nos íbamos al cine del partido comunista, que era un cine en el que ponían muchas películas del Oeste y películas de amores y cosas del flaco y el gordo y muchas películas de dibujos animados. Mi hermana se aprendió todos los cantos de los milicianos, y luego íbamos por mitad de la calle cantándolos a pleno pulmón. A todo esto, mi madre me puso en el grado elemental de una escuela que había en el Instituto de Segunda Enseñanza. Seguía yo con seis años, y ceceaba como un tocino. Y en el Instituto había veladas literario-musicales en las que el único que intervenía del grado elemental era yo. Porque a las profesoras les caía en gracia mi ceceo de campero andaluz. Y así me hacían aprender poesías. Y luego en las veladas literario-musicales salía yo recitándolas en el escenario. Con la que tenía más éxito era con la de ezta fabulilla zalga bien o mal me ha ocurrido ahora por cazualidad. En cambio, los chiquillos manchegos se cachondeaban de que, al hablar, yo dijera laz cozaz zon azí. Y yo hacía todo lo posible por pronunciar la ese, y decir lasss cosasss sson asssí. Pero trabucaba en un trabalenguas, y no había forma.

A mí los manchegos me parecía una gente muy rara porque desayunaban chorizo con vino de valdepeñas y no café con leche y rebanadas de pan frito como en Andalucía. […]”

Manuel dijo...

"[...] Del frente venía mi hermano el mayor cuando le daban permiso, y nos llevaba a mi hermana y a mí a ver teatro de revista en el que había focos de luces de colores que salían en mitad de la oscuridad, y luego salían unas chicas con muy poca ropa y cantaban cosas muy bonitas y golfas, y a mí ese teatro me gustaba mucho más que lo de las zarzuelas de aficionados. Y una vez que vino del frente mi hermano Paco me trajo de Madrid los únicos juguetes que yo he tenido en mi vida, un balón de reglamento y un tren de colores que le dabas cuerda y andaba por encima de unos raíles. De repente, un día mi hermana la menor va y trae a casa unos cuentos fantásticos y misteriosos, y con fantasmagóricas láminas de colores. Eran Grimm y Andersen, los fabulosos cuentos de hadas. Yo me puse a leerlos y releerlos con pasión. Y también un libro del Lazarillo de Tormes. Como quien dice, acababa yo de descubrir un nuevo mundo. Pese a las penurias lógicas de la guerra, creo que estos años fueron los años más felices de mi familia. Por lo menos ya no había que andar rezándole al cristo para ver si nos llegaba o no el dinero hasta final de mes.

De pronto, un poco antes de terminar la guerra, abuela Ana se nos murió de unas fiebres malignas. Y allí se quedó enterrada y sola y forastera en el cementerio de Ciudad Real.

Los años de la posguerra

Liamos los bártulos otra vez, y nos volvimos al pueblo [Montoro]. En el pueblo se habían quedado las gentes de orden y las gentes de bien. Y las gentes de orden y las gentes de bien se habían saqueado una por una sistemáticamente todas las casas. Y no unas cuantas casas de ricachos caciques como lo que los milicianos habían hecho. En el pueblo muchas gentes de orden y gentes de bien se han pasado los muchos años de la posguerra yéndose a Córdoba a venderles muebles y cosas del botín a los anticuarios, y de eso han venido viviendo tan ricamente. Hasta las monjas y los frailes habían coparticipado caritativamente en esa cosa del saqueo sistemático y el botín. Todo el pueblo estaba minuciosamente saqueado, y las gentes de orden y las gentes de bien decían que ellas no habían sido, que habían sido los moros. De nuestra casa se habían llevado hasta los clavos de las paredes. Así que otra vez a dormir en el suelo, y qué hacer y qué no hacer. De las monjas se trajo mi madre tan sólo el santo cristo, y les dejó no sé qué óleos que valían mucho y que las indinas de las monjas no los querían soltar. Visto que entre saqueo y fusilados el pueblo era una tumba, encomendándose piadosamente al santo cristo mi madre líó los bártulos, y nos fuimos a Málaga. [...]"

Manuel dijo...

[Más ayer. Montoro antes de la guerra. Miguel Romero Esteo recuerda sus pocos años de paz republicana.]

“(…) De merienda mi madre unos días me daba una jícara de chocolate pelón, y otros días un hoyo de pan con aceite verdoso. Luego, mi abuela Ana me agarraba de la mano y me llevaba penitencialmente a la novena. Y allí había mucho pestazo de incienso y flores. Y lo mejor era cuando al final llegaban las letanías porque las chiquillas de las monjas las cantaban en el coro a ritmo de vals. Mi abuela Ana en cuanto había función en una iglesia pues allá se iba rápidamente. Con tanta gente, y tantos capisayos de oro que relucían, y tanto pestazo de flores, y tantos santos, y tantos cantos, a mí las funciones en la iglesia me pirraban. En cambio, el catecismo de los jueves era un aburrimiento con la beata de la catequista venga repetirnos que Dios era un señor todopoderoso y la Virgen una señora llena de virtudes y gracia, y había que aguantar lo mismo todos los jueves. Lo aguantaba de mala gana yo porque daban unos vales, y luego al final de todos los jueves nos daba el cura párroco un juguete más o menos grande según los vales que teníamos. Y un año tenía yo los vales de todos los jueves, y el cura me dio por los vales un guitarrillo barato. De la rabia, agarré del mástil el guitarrillo y me lié a guitarrillazos contra las puertas de la iglesia hasta que del guitarrillo no quedó más que un revoltijo de cuerdas y maderas rotas.

(…) Mi primo Manolo estaba de organista en la parroquia. Y era un mocetón rubio con los brazos y los dedos de las manos muy peludos de pelos rubiales. Y era el novio de la prima Juana. De la mano, por la escalerilla de caracol, me subía el primo Manolo hasta lo más alto de la torre. Desde allí, entre las campanas, se veía el río y todo el pueblo, y muchos olivares todo alrededor. El primo Manolo se ganaba la vida ya con la cosa esa de la música. En los desfiles de la banda municipal yo lo veía pasar de los últimos, con su traje de azul marino oscuro y gorra de plato, y la trompeta de color de oro en mitad de la boca. Porque el primo Manolo tocaba la trompeta en la banda municipal. En los desfiles por mitad de las calles lo que más tocaba la banda era el Himno de Riego. Y los domingos, en el kiosko de la plaza mayor, lo que más tocaban eran pasodobles de toreros y toros. A la caída de la tarde, el primo Manolo venía a platicar de amores con la prima Juana en el poyato de losas de molinaza que había a la entrada del caserón. De los ensayos se venía algunas veces con la trompeta. Y como a mí me gustaba eso de la música, el primo Manolo me tocaba una melodía larga. Y anochecía ya, y se llenaba de trompeta toda la calle y todo el pueblo cuando las primeras estrellas asomaban por encima de los tejados".

Manuel dijo...

[Si no hay tejados, casi no hay estrellas. Más Miguel Romero ayer. En la "pax republicana" eporense. A leer o releer por quien quiera:]

LOS AÑOS DE LA PAZ

"[…] Cuando la Semana Santa, mis hermanos y los primos y todos los mozos del pueblo se vestían de romanos. Y salían las procesiones entre penitentes con un cirio en la mano cada uno. Y cuando por la noche, en mitad de la procesión, tú oías a lo lejos un solo de trompeta, era el primo Manolo. Y en mitad de la noche, la trompeta parecía como que lloraba. Un año por San Juan, el primo Antonio se casó, y hubo fiesta de bodas debajo de una parra. Y las mozas y los mozos en mitad de la fiesta bailaban sevillanas, y yo me puse morado de comer pastelillos. El novio de la prima Ana era el primo Pedro, y todas las tardes me traía chufas y paloduz cuando se venía de palique con la novia. Y creo recordar que una vez me regaló una jaula con un jilguero. Y luego, a poco, ya estaba el jilguero pelechando. A mí las fiestas que más me gustaban eran los carnavales porque la cosa entonces resultaba muy teatral. Mucho más teatral que las funciones de la iglesia, y que las funciones de zarzuela colegial en el convento de las monjas. Por carnavales, el primo Manolo le tocaba el piano a las señoras y señoritas en el casino para que bailaran todo lo bailable. En su casa el primo Manolo tenía un piano grande todo lleno de papeles de música.

Otra fiesta teatral era la fiesta de San Bartolomé, el santo patrono del pueblo. Lo tenían desollado vivo en la parroquia, en mitad del altar mayor. A sus pies tenía una diabla negra y gorda, y medio en cueros la muy cochina. A San Bartolomé se le escapaba la diabla todos los años en la víspera de la fiesta. Y los chiquillos iban luego tocando cencerros y hojalatas por mitad de las calles para espantar del pueblo a la cochina diabla. Porque si no la espantábamos, la diabla reventaba de inquina en mitad de los cielos, y era el trueno gordo, y la tormenta con muchos rayos, y la lluvia torrencial. Y entonces, pues se nos aguaba la fiesta. Otra cosa teatral era que mi hermana María Victoria se disfrazaba de muchas cosas a base de los apolillados encajes y trapos bordados que había en el desván. Y asomaba hecha un adefesio, y unas veces era una reina del castillo de irás y no volverás, y otras veces era la madre superiora de un monasterio de santas. Y otras veces era un fantasmón que a mí me daba repeluzno. Y me contaba una historia en la que un difunto iba todo cadavérico acercándosele a la viuda, y ésta ya tenía otro marido. Y en mitad de la noche y la oscuridad, iban sonando golpes misteriosos cada vez más cerca. Y decía la viuda: Ay, maridito mío, mío, mío, quién será. Y el marido: Calla, retonta mía, mía, mía, que ya se irá. Y aquí mi hermana iba y ahuecaba la voz porque ya era la voz del difunto, y decía tutto lento e pianissimo: Que no me voy, que detrás de la puerta estoy. Con lo cual a mí se me ponían los pelos de punta y salía disparado.

Entonces mi hermana María Victoria iba ya para mocita porque tenía doce años. Y mucha fantasía, y muchas ganas de que a ella siempre le tocara el hueso gordo del tuétano cuando había un cocido de garbanzos. Yo no jugaba con mi madre a lo de que las cabrillas de Juan Serrano vienen tarde y se van temprano. Ahora yo jugaba en solitario con unos burritos que a base de berenjenas gordas y unos palillos como patas y orejas me hacía el Chacho Pedro. Ya mis hermanos eran mayores, y todos me llevaban mucha edad. Por ejemplo, mi hermano Paco se había echado un bigote, y tenía ya sus dieciséis años. Y se había echado de novia formal a la sobrina del cura. Y me llevaba por las tardes a ver la novia. El ama del cura nos daba de merendar chocolate con picatostes. Y mi hermana la mayor estaba en el taller de bordado que tenían las monjas. A base de sofocones y lágrimas aprendía de mala manera las labores del darle a la aguja con hilo de plata y con hilo de oro". [...]

Manuel dijo...

"Mi madre le decía que con esas cosas de labrar primores de bordado iba luego a ser una mujer de provecho y así labrarse un porvenir. Pero a los primores del bordado mi hermana la mayor los odiaba con pasión, y no había manera. Lo que a mi hermana la mayor le gustaba era cantar coplas de amores y malas mujeres, aquello de una gitana que apoyada estaba en el quicio de una mancebía y miraba encenderse las luces de mayo, y la gitana tenía los ojos verdes como el albahaca. Con todo lo cual mi madre se ponía como un mar de lágrimas porque a mi hermana mayor ya se la imaginaba hecha una perdida. En la noche de San Juan, mi hermana la mayor derretía plomo en una sartén, y luego lo echaba en un cubo de agua. Y por las figuras que formaba el plomo al cuajar dentro del agua, iba luego adivinando si se iba o no a casar con un moreno de verde luna y con bigotes, o si con un hombre de caudales, o si con un santo varón, o si es que iba a enamorarse de loca perdía con un forastero. En la noche de San Juan era también cuando a los chiquillos nos hacían de una sandía un farol a base de vaciarla de la carne colorá y meterle dentro un cabo de vela. Luego, los chiquillos íbamos por las calles del pueblo hasta la medianoche, y cada chiquillo llevaba colgando de una cuerda su farol de sandía, y cuesta arriba y cuesta abajo íbamos melopeando a pleno gañote que las doce y media, y sereno, quien no se acueste lo quemo, ave maría purísima. Y así hasta que nos quedábamos afónicos.

Ya con las primeras calores del verano, mis hermanas con las primas y sus novios se iban de noche a jugar al corro a la plazuela. Y allí en el corro, a la luz de un farol, mozos y mozas formaban una especie de rueda, y andaban lanzándose por el aire un cántaro. A la que se le rompía el cántaro por no saber cogerlo en el aire a tiempo, a ésa le hacían pagar prenda y pagar el cántaro. Y en una noche se rompían a veces muchos cántaros. Y luego, con el dinero de los cántaros, se iban de jira campestre a un ventorrillo de meriendas que había al otro lado del río. Mi abuela Ana seguía llevándome por las tardes a las funciones de la iglesia, fueran triduos, novenas o responsos. Con tantísimo novenario y piadoso jubileo como se traía mi abuela, yo me había aprendido ya las músicas y letras de todas las letanías piadosas. Y las cantaba luego a grito pelón en mitad de la azotea, subido a las escalerillas del palomar. Desde allí arriba se veía medio pueblo de casas y tejados, y luego allá al fondo los montes de al otro lado del río. Por otra parte, mi abuela Ana me había enseñado romances antiguos. Había uno muy patético en el que se cantaba que el rey moro tenía tres hijas, todas tres como la nácar, y una se llamaba Elvira, y otra se llamaba Ana, y la hermana más pequeña Adelina se llamaba. Y otro que decía lo de que en el verde prado de la verde oliva, allí cautivaron a tres hermosas niñas. Y luego abuela Ana me cantaba villancicos antiguos de la Nvidad, y había uno que era de que, cuando Herodes puso el bando de degollar a los niños, María llevaba el suyo por vereda y sin camino. Y otro de que antes de la medianoche a Belén llegar. Y otro de que caminando, la Virgen desde Egipto hacia Belén, en la mitad del camino había un huerto naranjel. Y el Chacho Pedro, con lo de que ande y anda y ande la marimorena, me enseñó lo de que en el portal de Belén había un viejo haciendo botas, y que se le escapó al viejo la cuchilla y se cortó las pelotas. Con lo cual a mi abuela Ana le daba rápidamente el repeluzno con el santo horror de que cortarse las pelotas el viejo en mitad del portal de Belén le parecía un sacrilegio gordo."

Manuel dijo...

"A mis primas y mi hermana la menor lo que más les gustaba eran las coplas de ciego en las que había dos hermanos huérfanos nacidos en Barcelona, y el niño se llamaba Enrique, y la niña se llamaba Lola, y luego ya Enrique salía vicioso y se marchaba rápido al extranjero. En cambio a la abuela Ana lo que más le gustaba era cantar en la iglesia piadosamente lo de que el Sagrado Corazón iba precisamente a reinar en España y más que en todo el resto del mundo. Y mis hermanos lo que hacían era canturrear fandanguillos y colombianas flamencas por la mañana. Al afeitarse, porque ya les estaba saliendo al uno los pelillos de la barba, y al otro unas pelusas como sombra de bigote por debajo de la nariz. En cuanto a mi madre, mientras seguía tejiendo los calcetines del ganarnos la vida lo que más cantaba era aquello de que en los pueblos de mi Andalucía los campanilleros por la madrugá me despiertan con sus campanillas y con las guitarras me hacen llorar.

A todo esto, en mitad del verano, un día con mucho sol van y comienzan a sonar tiros en mitad de la solanera. Y es que había comenzado a lo bestia la guerra civil. Luego, a mitad de la medianoche, venían los aviones y se ponían a soltar bombas. Con el espanto de las bombas, Perico el mochuelo se dio una voletá por encima de las tapias una noche, y ya no lo vimos nunca más".

[DESCANSO]

Manuel dijo...

[Vistazo a Miguel Romero en la posguerra de Málaga. Un niño pobre y valduendo:]

[…] Íbamos a Málaga a ganarnos la vida, y allí a poco si nos ganamos la muerte. Porque se nos echan encima unos años negros en retahila, y son la negra historia de nunca acabar. Y vamos dando bandazos entre prestamistas y calamidades y amenazas de embargarnos en cada momento. Y vuelve mi madre a conocer la calamitosa vía que pasando por el Monte de Piedad lleva rápidamente al monte Calvario. Allá por el norte, y siempre lejos de casa, mi padre vuelve a sus amoríos del flamenqueo, y no quiere saber nada de la familia. Nos pasa una mensualidad con la cual no hay para nada porque somos seis bocas diariamente a comer. Mi madre siempre a bofetada limpia contra la peseta tratando de estirarla, y la peseta no hay forma de estirarla de forma decente. Y tampoco hay forma de encontrarles una colocación de trabajo a mis hermanos y hermanas, que ya todos son mozos y mozas en la flor de la juventud.

Paradójicamente, a mí que sólo tengo diez años es al primero que mi madre consigue colocar en un trabajo seguro. De monaguillo en las monjas carmelitas. Todos los días me tengo que levantar a las seis de la mañana porque la misa es a las seis y media. En el otoño y el invierno todavía es noche cerrada cuando yo voy de camino hacia las carmelitas por mitad de aquellas calles de jardines y ricachos como bocas de lobo, y me paso unos miedos de órdago porque son los años del hambre y hay muchos hombres a a la desesperada con ganas de comer y muchos navajazos. Pero no hay más remedio que tragarse los miedos y apencar porque los cinco duros de sueldo que me dan las benditas monjas los necesitamos en casa. Para mi madre los cinco duros eran toda una bendición. Después de la misa, en el portal del convento las monjas me daban una taza de achicoria con sabor a café, con lo cual ya estaba yo bien desayunado. A mi madre yo le fingía un desayuno a base de bollo suizo y pan con mantequilla. Con lo cual ella se quedaba tranquila y se ahorraba un desayuno, y algo es algo. Entre la achicoria de las monjas y los jardines del esplendor burgués yo me agarro una conciencia social de órdago. Así que le meto mano a la fruta de los jardines, y le meto mano a las hostias en la sacristía porque me las engullo a puñaos. Otras veces me lleno de hostias los bolsillos, y me las voy comiendo tranquilamente camino de la escuela. Lo que más me gustama era robar almezinas [*almersas por ‘almezas’, recuérdese], y luego por la mitad de un canuto disparar los huesos y arrearles a mitad del cogote a los otros chiquillos que había delante del todo en la escuela. De los cañaverales del bambú –los había en tales o cuales jardines, y había que meterse a robar las cañas en mitad del mediodía porque entonces el jardinero andaba almorzando en su casa– salían unos canutos estupendos. Entre canutos y hostias voy yo iniciando todo el camino de la sabiduría piadosamente.

Y visto que las cosas nos van mal, mi hermano Antonio –que por entonces tiene sólo diecinueve años– va y pone una industria de lejías, modestísima industria casera que resulta de mantener a remojo las cenizas del fogón dentro de unos barreños de agua, echarle luego al agua no sé qué producto de la droguería, y luego ir llenando las botellas con un embudo. Con lo cual, a base de lejías y más lejías, a mi madre las manos se le ponen hechas una calamidad. Y así vamos tirando. Como con tales penurias mi madre no está como para imponer una disciplina familiar, la verdad es que los días yo me los paso valduendo, y voy creciendo más bien selvático y libre. Libérrimo, en muchas ocasiones.

Manuel dijo...

"Voy a una escuela del Estado en la que los demás chiquillos son hijos de pescadores, hijos de jardineros, hijos de chóferes, hijos de carabineros, hijos de peones de albañil. Con gran desesperación de mi madre, mis amigos suelen ser los chiquillos más golfos. En los montes de El Morlaco, en los montes del arroyo de La Caleta, por allí a pedrada limpia jugábmos a policías y ladrones. Por allí robamos en otoño las nueces y las almendras. Y en mayo nos atiborramos de moras en las grandes moreras, con las primeras calores. Por el invierno, asaltamos las mandarinas y las naranjas en los jardines de los ricachos, y les damos sus buenas batidas a los albaricoques. En verano, asolamos los ciruelos que hay en torno a la iglesia. Y las enormes higueras allá por arriba del arroyo, en mitad de los montes. Y los higos chumbos en las pencas de El Morlaco. Y los dátiles gordos en las altísimas palmeras que –pedrada y operación relámpago– hay en la entrada del cuartelillo de la guardia civil. Y cuando no hay fruta mejor, les damos una batida a los algarrobos, y nos pasamos la tarde mascurriando algarrobas.

Entre un asalto a los nísperos y luego al día siguiente otro asalto a las moras, hice yo tranquilamente la primera comunión. De unas cortinas de seda blanca y con mucha pátina de años, me hicieron un traje más o menos seráfico y decente. De cuando tuvo casa puesta, tenía mi tía Ana las cortinas bien guardadas en una cómoda, y ya le amarilleaban. A base de mucha lejía las dejaron más o menos inmaculadas, aunque con algo de viso. A la primera comunión se nos vino el Paquillo –mi gran amigo de robos y pedreas– con los morros llenos de chocolate como si tal cosa. Y es que, con vistas a la solemnidad, su madre ya se la había festejado a base de un órdago chocolatero con bollos suizos. Como la primera comunión no obraba en mí ningún efecto taumatúrgico, de vez en cuando mi madre me agarraba de firme y me breaba el cuerpo con la zapatilla. De andar valduendo siempre lejos de casa, y que a la primera oportunidad ya me había vuelto a romper otro par de alpargatas en la cosa del fútbol, o jugando en el monte, y mi madre no estaba como para gastos. Ya por entonces me había dado a leer tebeos en cantidad, por la noche, cuando volvía a casa tras las pedreas y correrías de cada tarde. Tebeos que me prestaban porque yo no tenía nunca un chavo para comprarme un tabeo. Y comencé también a devorar novelas del Oeste y novelas policíacas que les sonsacaba a los chavales ya mozos, hermanos mayores de mis amigos.

Al llegar ya con la primavera las primeras calores, nos bañabamos de matute y en pelota los chiquillos en la playa de El Morlaco. Luego, en una hoguera en mitad de la playa, nos asábamos mejillones, lapas y cañaíyas. Y sardinas que nos daban cuando a los pescadores les ayudábamos a tirar del copo. A las lapas había que sacarles una cosa verde –puede que la bilis, o algo así– antes de comérnoslas. En cuanto me veía llegar bien tostado del sol y con olor a mar, mi madre me investigaba las cejas para ver si tenían salitre. Y si tenían salitre, es que me había bañado en cueros vivos, y me breaba mi madre los cueros con la zapatilla. Así que luego de bañarnos de matute, los chiquillos íbamos a una fuente y allí nos quitábamos de cara, piernas y brazos el salitre a base de agua dulce. Entonces el mar estaba siempre lleno de barcos de vela. De blancos veleros en mitad de las aguas por bajo del sol. De los cartuchos de caza –que había traído mi padre cuando apareció por Navidad– lo que más me gustaba era cogerles a puñados los pistones, y poner luego un rosario de pistones en la vía del tranvía. Y luego, al pasar el tranvía, los pistones explotaban igual que un tiroteo, y se paraba el tranvía, y se bajaban los tranviarios a ver si era la caja de transmisiones que se les había reventado, o era el maquis de las montañas. […]"

Chiqui dijo...

Manuel : tu relato me trae recuerdos de mi infancia en Conil de la Frontera, el pueblo donde veraneamos 9 años y donde recordaréis que veranearon también José Manuel y Francisco Javier Alarcón, los hijos del Notario "D.Manuel", gracias a mi padre que les descubrió esa paradisíaca Costa y playa de los años 57-67.

Pencas de los higos chumbos, cañaíyas, el copo. Parece que me veo tirando del copo con mi cubito donde me echaban de regalo unos jurelillos y caballas.

Veo que lo pasaste bien en tu infancia sabiendo aprovechar lo que tenías, sacándole partido a todo y devorando cuentos y novelas del Oeste o del Este, de ahí, tu sabia y productiva escritura.

Concha C. Malles dijo...

Tecleando en Google "las dos y media y sereno, quien no se acueste lo quemo, ave maría purísima" solo sale este blog por las palabras de Miguel Romero Esteo, transcritas en uno de los comentarios anteriores, recordando su infancia en el Montoro de los años 30. Pero alguien más las recordará todavía.